jueves, 6 de enero de 2011

Dedicado a mi suicidida neoyorquino

Se tiró de un noveno piso y no murió; un montón de bolsas de basura le salvaron la vida. Le obligaron a ir al psiquiatra, y como no disponía de seguro médico tuvo que pagar un facturón de mucho cuidado. Decidió tirarse al tren, pero ese día el transporte ferroviario estaba de huelga. Se rapó el pelo, se rapó las cejas, y con la cuchilla de afeitar estuvo tentado a rebanarse el pescuezo; le templaba el pulso, y no tuvo fuerzas. Más tarde, ya algo sosegado, se sentó en el escritorio, encendió el ordenador, y se dio cuenta que su hazaña patética había dado la vuelta al mundo. Se lanzó de nuevo por la ventana, sin pensarlo, en un majestuoso vuelo: los brazos como alas abrazaban el aire. Se abandonó a la fuerza de gravedad, y mientras caía pensó que tan solo deseaba volar. En ningún momento miró que lo que le esperaba era el asfalto. Esta vez se encontró con el duro cemento. Un grito de horror, por un instante, silenció la ciudad.

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