lunes, 17 de enero de 2011

Ana Karenina y Greta Garbo

Cuando la Fisgona Indiscreta escucha a profesores, contertulios, críticos, etc., hablar como si lo hubieran visto todo, leído todo, escuchado todo padece de envidía aguda. Piensa que adquirieron ese conocimiento en un universo paralelo donde el único compromiso es ellos mismo. En cambio, la Fisgona Indiscreta no ha visto ni oído ni leído muchas cosas, entre ellas la película Ana Karenina interpretada por la gran y sobervia Greta Garbo.
Es una sensación extraña asitir a la representación visual de un libro que se ha leído primero. A un personaje le falta fuerza, hay tijeretazos argumentativos aquí y allá, y falta, sobre todo, el pensamiento de los personajes que tan sólo se puede obserbar en la interpretación de los actores que con la expresión lo tienen que decir todo. Y hay otro fenómeno al que hay que acostumbrarse, la aceleración de las acciones, las elipsis que muchas veces dan cierto vértigo precipitando el final. En una hora y media se degustan rápidamente unas mil páginas como en una comida rápida. Hay veces que indigestan, como en el caso del capitán Alatriste de Arturo Pérez-Reverte. Una vez acabado el festín, la Fisgona Indiscreta se realizó una pregunta: ¿tendría cabida en la cartelera actual la película de Ana Karenina? El público tiene superado los problemas de adulterio, sabe que vive en una sociedad hipócrita, y los decorados rusos tampoco le asombrarían. Cree que no. Casi mejor, porque así queda para la eternidad esta película representada por la Garbo, una joya que guardará en su filmoteca privada y que algún día, tal vez, vuelva a ver.
Por cierto, La Fisgona Indiscreta se delectó al ver a la Garbo tan sólo sentada. Hay un peso escénico en las actrices antiguas, un estar, una fuerza, un magnetismo que no encuentra en las actuales. Tal vez sea que son ya un mito, y es como ella las percibe, pero ayer ver a la Garbo interpretando a Ana Karenina le alegró el día. Os voy a declarar un secreto: ayer la Fisgona Indiscreta se enamoró de ella.

domingo, 16 de enero de 2011

Okupas en Sunset Park

Después de acabar Anna Karenina, la Fisgona Indiscreta se leyó lo último de Paul Auster: Sunset Park. Después de merendarse unas 1000 páginas, 278 le parecieron un aperitivo. Un aperitivo que le dejó cierto gusto reagrio. Tal vez fuera debido a que entre líneas oye la voz del autor neoyorkino que se dirige a un nuevo público, a un público joven que intenta abrirse paso, y que para conseguir sus aspiraciones, en estos momentos de crisis, no tiene más remedio que okupar. En el libro hay otros temas, pero en este, en concreto, la Fisgona Indiscreta cree que Auster peca de ingenuidad. Los ambientes okupas son mucho más noctámbulos, menos románticos y más drogatas de lo que retrata el autor. Al menos, el movimiento okupa que tiene lugar en Barcelona está más impregnado de verborrea idealista para untar las noches alcohólicas, farloperas o porreras. Se respira decepción, decepción por el futuro, decepción por la vida, por sus propias vidas. Muchos de ellos comparten con el protagonista, Miles Heller, la pérdida de ambición, pero en ellos hay tantas posibilidades de descubrir un genio oculto como en el resto de la población. No hay nada especial, tan sólo en su forma de vivir, en su forma de vestir, en su forma de quejarse: algo que saben hacer perfectamente como los niños mimados que resultan ser, ya que muchos de ellos provienen de familias bien situadas, padres que les dieron la posibilidad de ser lo que quisieran en la vida y que cuando visitan donde residen se pregunta en qué han fallado para que la aspiración de su hijo fueran esas: nueva decepción. Los hijos que llevan sus propios genes no son más que eso. Está bien. No hay por qué juzgar. Tal vez, le exigimos demasiado a la vida, y se puede ser feliz con menos. Pero hay decepción. Y en el libro de Auster, el padre ayudará al hijo, como la mayoría de padres; ¿sin resentimiento? Hay algo que la Fisgona Indiscreta no se termina de creer, Auster; pero no es el libro de la Fisgona sino de uno de los mejores narradores de nuestra época.
Nota de la Fisgona: 7,5/10

jueves, 13 de enero de 2011

Un ejército de arcángeles

La oscuridad de la noche cubría con su negro manto la ciudad, pero éste era amortiguado por la luz de las farolas y el ruido de las pecaminosas almas que a esas horas todavía recorrían las calles. De repente, un ruido extraño fue in crescendo hasta hacerse insoportable para oído humano. Hasta ese momento no se había escuchado nada igual: era el aleteo de infinitas alas de una tropa de arcángeles que descendía al mundo terrestre. Los espectadores de tan apocalíptico espectáculo no daban crédito: este ejército de hermosas criaturas celestiales aterrizaba sobre la ciudad armados con fusiles y pistolas hasta los dientes. Y vieron como una de estos bellos arcángeles se acercaba a un trasunte anónimo y le preguntaba: ¿Eres culpable? Al "presunto" pecador no le daba tiempo a responder: una bala le atravesó el cráneo en un sí agudo que dio punto final a su vida enviándolo derechito al Infierno. Desde el Cielo se oía una estruendosa risa, Dios con sombrero de cowboy celebraba la muerte. Poco a poco, los arcángeles fueron fulminando a todos los "presuntos" pecadores que habitaban la Tierra hasta que ya no quedó ninguno; y el Infierno se superpobló. Las madres antes de dormir a los hijos ya no cantaban que "viene el coco", sino que "viene el arcángel". El mundo se volvió temoroso de un Dios que no tan sólo había creado el peor de los mundos posibles, sino que en su creación también se burlaba de ésta.

jueves, 6 de enero de 2011

Dedicado a mi suicidida neoyorquino

Se tiró de un noveno piso y no murió; un montón de bolsas de basura le salvaron la vida. Le obligaron a ir al psiquiatra, y como no disponía de seguro médico tuvo que pagar un facturón de mucho cuidado. Decidió tirarse al tren, pero ese día el transporte ferroviario estaba de huelga. Se rapó el pelo, se rapó las cejas, y con la cuchilla de afeitar estuvo tentado a rebanarse el pescuezo; le templaba el pulso, y no tuvo fuerzas. Más tarde, ya algo sosegado, se sentó en el escritorio, encendió el ordenador, y se dio cuenta que su hazaña patética había dado la vuelta al mundo. Se lanzó de nuevo por la ventana, sin pensarlo, en un majestuoso vuelo: los brazos como alas abrazaban el aire. Se abandonó a la fuerza de gravedad, y mientras caía pensó que tan solo deseaba volar. En ningún momento miró que lo que le esperaba era el asfalto. Esta vez se encontró con el duro cemento. Un grito de horror, por un instante, silenció la ciudad.