La Fisgona Indiscreta recuerda todavía aquella asociación creada para salvar el Molino. Querían renovarlo para que fuera un teatro para el barrio. Y el Molino se salvó. Y el sueño se trasformó. Hay dos tipos de precio de entrada, una que te da derecho a copa-espectáculo y que sale por 38 euros; y otra, en la que saboreas una cena de diseño mientras aplaudes por tan sólo 78 euros. Y todo eso en 90 minutos.
El Molino ya no enseña ni teta ni culo, tampoco abusa de juegos de palabras picantes. Está más acorde con los nuevos tiempos. Esos tiempos un poco fríos, como la tecnología de la que hace alarde, y como la precisión con la que el espectáculo muestra la historia del mismo teatro. Ya no hay sitio para la improvisación. Pero las lentejuelas, las boas, las plumas, convierten a ese pequeño escenario en un paraíso de frivolidad y por unos instantes te hacen olvidar que hay un mundo fuera que no deja de hablar de la Crisis. No sé que tipo de espectáculo puede relevar al que hay en la actualidad. No sé hasta cuanto tiempo un show de cabaret puede seguir creando colas como las que se contemplan ahora. Tal vez, las sesiones del martes en la que se puede gozar de flamenco me puedan dar una idea. O tal vez, se debería dejar que a las bedettes, como la Terremoto de Alcorcón, tuvieran más tiempo encima del escenario para liberar la gracia característica de las grandes; y desechar los video clips con los que se llena un espacio que enlentece. De todas formas, la Fisgona Indiscreta volverá a ocupar una de sus butacas. Y lo picante para la cola, donde un público de ayer visita el escenario de hoy, y explican como era antes el Molino -de verdad y sin artificio- y que en el Bagdad se come buen marisco: a un hombre le comen la "cigala" mientras saborea una sabrosa almeja.
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