Paseo aburrida y tranquila por las calles de Barcelona. Entre el tedio y la felicidad, muletas que me ayudan a caminar y que se alternan en el esfuerzo: primero una, después la otra. Hace tiempo que no me perdía así, y descubro: un bar fashion que no ha tenido éxito y que traspasan, un hotel nuevo detrás del ambulatorio que pilla cerca de mi casa, sillas y mesas, mesas y sillas con fumadores que se toman el refresco out del bar, marroquíes, palestinos, chinos, emigración, que tanto pavor nos provoca, y un hombre al quien le persigue un perro. Y me doy cuenta, que esto es lo más estable que hay en el barrio: esos hombres ya mayores, a menudo solitarios que pasean con sus mascotas caninas, normalmente pequeñas y feas, tan viejas como ellos, y que siguen la sombra de su amo. Estos chuchos son conocidos por su mal genio, por lo poco lavados que están, y por lo fieles que se mantienen a sus dueños. Amo y perro(s) se mimetizan. De todos es sabido que ambos llegan a tener un rostro parecido. Y no sé si preguntarle la hora al peludo acompañante y ladrarle al hombre, o al revés. Tal vez, tendría que olerle el culo a los dos para saber de ellos: si probaron hembra, si cagan bien, si tan sólo esperan del mañana un nuevo pasear. Tal vez me hable el perro y me diga que rasque a su amo en el cuello como si fuera un gato. O tal vez, los dos me ladren, me saquen los dientes, y me manden a hacer puñetas.
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